miércoles, 15 de octubre de 2014

Lo que a mí me funciona: el colecho.

No voy a daros la receta mágica para que todo vaya de maravilla con los niños. Imagino que no existe. Y, en caso de que exista, yo no la tengo. Yo solo quiero hablaros de lo que a mí me funciona. Que cada niño es un mundo, claro, y que lo que me vale a mí puede no valer para otros, pero quién sabe… Ahí lo dejo…

MiLily duerme con nosotros desde que nació. Al principio, en el hospital, cansada de arrastrarme malamente con el dolor del costurón de la barriga, decidí parapetarme con ella en la cama subiendo las barras y colocando almohadones y cojines a mi alrededor, o incluso durmiendo con ella en mi regazo tumbada en el sillón reclinable. Era la única manera de descansar un poco.

Al llegar a casa decidí(mos) continuar con ella en la cama. 7ven tenía un poco de miedo, pero enseguida nos acostumbramos a tenerla entre nosotros.

Pensábamos que sería cosa de unos meses, pero MiLily tiene ya casi dos años y sigue durmiendo con nosotros. ¡Y nos encanta! Sobre los beneficios o los perjuicios del colecho hay mucha literatura, que cada uno elija su perorata. Yo no voy a entrar en guerras. Es nuestra opción y la respuesta a “¿hasta cuándo?” la tenemos clara: “hasta que ella quiera”. Y, muy bajito, añadimos: “y que quiera muy tarde”.

¿Qué beneficios nos aporta esta práctica? Muchos:

-Apenas hemos pasado malas noches, estamos siempre cerca para calmarla si se despierta lloriqueando.

-Es un lujo sentir su minúsculo cuerpecito pegado al tuyo, buscando tu calor y protección, puro amor.

-Levantarte y observar su plácido rostro mientras duerme.

-Que se despierte, te sonría y diga “mami/papi” con toda la dulzura del mundo.

-Jugar con ella un rato mientras nos desperezamos…

Claro, que también tiene algún que otro problema, y es que cada vez somos más en la cama. Además de MiLily, 7ven, las dos gatas y yo, tenemos muchos más compañeros de cama: Teddy, Teddy II, Berta, Basilio, Churandy, Sandy, Baby, Baby II, Raquel, Pato, Florita y su caballo,… ¡hasta el carro de la compra!
P.D.: Para los que estén preocupadísimos por nuestra vida sexual recordarles que la cama de noche no es el único escenario posible.


Y vosotros, ¿qué opináis del colecho? ¿Lo practicáis? ¿Os parece una práctica positiva o, por el contrario, pensáis que es algo negativo? 

viernes, 10 de octubre de 2014

Historias absurdas... O puede que no tanto

El otro día me crucé con un colega que iba acompañado de una señora. Resulta que era su madre. Me la presentó. Yo la saludé con formalidad, los dos besos de rigor y un susurrado “encantada”. De repente la señora en cuestión, brazos en jarra y con expresión medio sorprendida medio enfurruñada me dijo:

-¡Uy, pero qué seria! ¿Es que no sabes sonreír? ¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato?

Yo la miraba horrorizada y di un paso atrás cuando vi que ella estiraba la mano con intención de pellizcarme el moflete…

-¡Madre mía! ¡Qué amiga más tímida que tienes, hijo! Desde luego ya puede espabilar…

***

El mes pasado tuve unos días raritos. No tenía mucha hambre, tenía el estómago revuelto y un poco de dolor de cabeza. Uno de esos días fui al restaurante de siempre y, en lugar del menú del día pedí un plato combinado. Cuál fue mi sorpresa cuando el camarero apareció con un platazo de lentejas estofadas, lo plantó delante de mis ojos y me dijo amoroso:

-Ahora te traigo lo que has pedido pero primero tienes que comerte las lentejitas, ¿vale, princesa? Que te alimentan mucho, ya verás qué ricas están.

Yo lo miraba flipando. La verdad, olían bien. Y no tenía cuerpo para discutir. Así que le di un tiento a las lentejas, tomé un par de cucharadas y luego aparté el plato. Cuando volvió a aparecer el camarero me miró enfadado:

-Te he dicho que te lo tienes que comer todo.

-Pero es que no tengo hambre –le respondí, cohibida.

Se sentó a mi lado, cogió la cuchara, la llenó de lentejas y, mirándome amenazante, la acercó a mi boca. Yo me aparté e hice el amago de levantarme.

-¡Siéntate ahora mismo! –me gritó.

Todos en el restaurante me miraban y murmuraban. “Hay que ver, mira todo lo que se está dejando en el plato, y en África los niños se mueren de hambre…” Sus reproches llegaban hasta mis oídos. Me senté humillada y dejé que el camarero enfadado me hiciera engullir las lentejas a toda velocidad.

-Venga, deprisa, mastica y traga. ¿No ves que tengo que atender a toda esta gente? Mira que eres egoísta, el tiempo que me haces perder…

Me dolía la tripa y tenía ganas de vomitar, pero en ese ambiente hostil no se me ocurrió rechistar cuando me trajo el segundo plato. Me lo comí todo, todo, todo, hasta el chusco de pan. Cuando el camarero me arrojó la nota sobre la mesa aún me regañó más por mi mal comportamiento.

-¡Y además, te has quedado sin postre!

Salí corriendo de allí, aliviada. No hubiera podido comer ni media uva, la verdad. Desde ese día odio las lentejas, ¡con lo que me gustaban a mí antes!

***

El fin de semana pasado mi marido estaba de un torpe y revoltoso que me tenía frita. Se despertó tempranísimo, y eso que era sábado, ¡para un día que puedo dormir! Y venga a hacer ruido… Luego le dio por poner la música bien alta, lo que me levantó dolor de cabeza. Como no pone cuidado me tiró al suelo el montón de ropa recién planchada al suelo. Y como no mira por dónde anda se chocó conmigo en el pasillo y me dio un golpetazo que me dejó sin respiración, ¡hay que joderse con el hombre este! Total, que por la tarde ya me tenía hasta el gorro así que le dije:

-Anda, vamos a tomar algo con los amigos, que me tienes harta hoy. Así le das la barrila a otro y me dejas un ratito en paz.

Pero fue peor el remedio que la enfermedad, porque, cuando estábamos todos sentados en el bar mi marido la lio bien liada. Fue como un dominó: le dio un golpe a un vaso y fueron cayendo uno detrás de otro. Mi cerveza acabó en mi regazo y estallé. Le cogí del brazo y lo sacudí mientras le gritaba:

-¡Mira que eres tonto DE REMATE!. ¡Todo el santo día dando el coñazo el tío este! ¿Es que no tienes ojos? No pones ningún cuidado y mira la que has montado. Ahora mismo nos vamos, se acabó la fiesta. Ya puedes ir pidiendo perdón a tus amigos por fastidiarles la tarde. Nos vamos a casa, y en el coche más te vale pensar en tu comportamiento…

Seguí gritándole mientras me lo llevaba a rastras al coche, y él lo único que hacía era mirarme con ojos bovinos, como si no entendiera todo lo mal que lo hace siempre todo.





jueves, 18 de septiembre de 2014

El Extraño Caso de la Doctora Jekyll y Miss Hyde

MiLily es muy buena. Como ya os he comentado alguna vez tiene su puntito de mala leche, algo que me parece muy saludable. Me gusta pensar que en el futuro va a una niña-adolescente-mujer asertiva, fiel a sus principios y con voz para rebelarse contra las injusticias. Aunque por lo general es de carácter dulce y risueño y los enfados no le duran mucho.

Pero… ¡sí, siempre hay un pero! Hay una situación en la que MiLily se transforma y deja de ser ese ser adorable para transformarse en algo parecido a la niña del exorcista, a veces con vómito a chorro incluido: los viajes en coche.

Me consuela saber que no es algo exclusivo de ella. Les pasa y les ha pasado a muchos bebés. Y digo que me consuela no por eso del “mal de muchos…” sino porque parece que es algo que la gran mayoría supera.

Pero, por el momento, me toca aguantarme y recurrir a toda una serie de estrategias que he ido perfeccionando con el tiempo. Aprovechar sus horas de descanso para que se cuaje nada más encender el motor, salir de muy-muy-madrugada cuando se trata de un viaje largo,  darle la teta en las posturas más inverosímiles -si no soy yo la conductora, claro-, cantar durante 40 minutos la misma canción, o mi nueva técnica infalible: ¡comida!

Yo, defensora de una alimentación equilibrada y enemiga de las guarrerías cuando se trata de mi niña, he tenido que renunciar a mis principios para mantener la cordura. Y es que conducir con un bebé berreándote en la oreja, además de romperte el corazón, estresa hasta el punto de convertirte en un pésimo conductor. Por no hablar de las consecuencias del llanto no atendido, el temido vómito, ¡qué asco que me da! 

Así que ahora llevo el coche lleno de bolsas de patatillas, gusanitos, palitos de pan,… y el bolso lleno de bolsitas de yogur o fruta para beber, golosinas varias y chocolatinas -el recurso “calma total”, solo para emergencias-.


¿Sufrís alguno estos mismos males? ¿Algún consejo, algún remedio que no se me haya ocurrido? ¡Estoy ansiosa por escuchar vuestras sugerencias y consejos!

jueves, 11 de septiembre de 2014

Cosas que no te contaron acerca de la maternidad

Me pica el gusanillo… ¡Quiero escribir! ¡Necesito escribir! Así que, aquí estoy, escoba en mano, limpiando esto de telarañas, y con la firme… ¿firme? determinación de darle un poquito de vida a este lugar, ¡vamos allá!

Hace poco leía un artículo que hablaba de esas pequeñas hazañas que te identifican como madre/padre y me partía de la risa: “eres madre cuando, en vez de huir de un chorro de vómito, corres hacia él”. Y eso es así. ¡ Ay, Vir, hay tantas cosas que nunca pensante que sucederían!

La maternidad engorda. Llevo más de un año a dieta, una dieta cuidada, en la que voy perdiendo peso poco a poco, sin prisa pero sin pausa. Sí, he perdido mucho peso, pero es que había mucho que perder (y todavía lo hay). Mucha gente con la que me veo de Pacuas a Ramos se queda impresionada por mi cambio, y es usual encontrarme con el comentario: “Claro, con esto de la maternidad seguro que no paras”. ¡Ay, ojalá fuera tan fácil! Sí, no paro, pero lo de adelgazar lo mío me cuesta. Porque, ¿qué haces cuando tu hija se deja tres míseras cucharadas de lentejas, cuatro trozos de pollo, dos patatas fritas y medio petisuis? ¡A la cintura de la madre! No lo vas a tirar, ¿verdad? Le añadimos a esto los arranques de generosidad de mi niña. No le puedo decir que no cuando me mete en la boca una de sus galletas, onzas de chocolate o trozos de fruta previamente masticados.

Cero intimidad. Vamos, que cuando voy a hacer un pis en el curro me llevo una foto de mi hija para que me mire, que si no me resulta rara tanta soledad. No, ya no tengo ningún tipo de privacidad. Me ducho con la puerta abierta  de par en par (no quiero ni pensar en cuando llegue el invierno, ¡me voy a congelar!). Si me siento en el váter allí está mi princesa, interesadísima abriéndome las piernas a ver qué es lo que sucede por ahí dentro. Y si quiero hacer cosas como depilarme o pintarme las uñas de los pies tengo que desplegar toda mi pericia para evitar que suelo, paredes y techo acaban llenos de pegotes pegajosos o creativas manchas de esmalte.

Redescubriendo al niño que llevas dentro. ¿En qué momento dejaste de montarte en los columpios y por qué? Eso me pregunto yo cada vez que me deslizo con deleite por un tobogán (con la excusa de ayudar a mi hija) o me columpio, con o sin ella. ¡Qué divertido!



¡Culpable! Una tarde tonta de estas en las que se me acumularon las tareas ineludibles, del tipo pon una lavadora ¡YA! porque te estás quedando sin bragas limpias, me quedé mirando a mi pequeña y me dije: “jolines, pobrecita, no hemos salido al parque.” Y me sentí culpable. Porque a mi nena le encanta ir al parque. Al día siguiente, sin falta, salimos al parque. Cuando volvía con ella me asaltó otra vez el sentimiento de culpabilidad. Jo, no habíamos estado suficiente tiempo en el parque… ¡Stop, parada de pensamiento! ¿Pero qué me pasa? ¿Es que nada es suficiente? Por la noche se lo contaba a 7ven, mira-tú-qué-tonta-que-estoy. Y resulta que a él le pasan también esas cosas. En fin, mal de muchos consuelo de tontos. De este momento y otros parecidos surge mi nuevo mantra: lo perfecto es enemigo de lo bueno.

Una nueva concepción del miedo. Yo era de las que iba al Parque de Atracciones deseando subirme en las más altas, rápidas y tortuosas montañas rusas, todas con nombres de lo más atractivo tipo Vértigo, El Abismo,… Ahora, si me subo en el tren de la bruja me paso el rato pensando en si tendría un buen día el tipo que apretó los tornillos o en si el ingeniero que lo diseñó era de los de notable o de los de cinco raspao… Me he vuelto una auténtica cagueta. Aún voy más allá. Me paso el día imaginando posibles desgracias que le pueden acontecer a mi hija en cualquier momento: ¿pero cómo la voy a dejar en la guardería en manos de un completo desconocido? ¿Ir a una excursión, en autocar, estás de coña? ¿Salir sola con los amigos? ¿Irte un mes a Roma a estudiar  italiano? Se me ponen los pelos de punta. Sí, ya sé, no puedo encerrarla en una burbuja y protegerla de todo mal, pero cómo cuesta soltarlos…


Y a vosotros, madres y padres, ¿qué sorpresas os ha deparado el estado de gracia?

miércoles, 22 de enero de 2014

Tal día como hoy, hace un año


Tal día como hoy, hace un año, volvíamos a casa con nuestra pequeña. Nevaba, y nos despertamos temiendo que la nieve nos impidiera. Por eso urgimos al personal para que nos gestionaran el alta hospitalaria y poder salir lo antes posible.

Para la ansiada alta primero tenían que pesar a Lily. Si no había ganado peso tendríamos que quedarnos y darle un suplemento de biberón. Pero yo estaba convencida de que había engordado por fin.

La tarde anterior, al comprobar que seguía perdiendo peso, me dijeron sin más: “le vamos a dar un biberón”. Y se fueron a buscarlo. Cuando regresaron, yo, educadamente, me negué. Ya había notado la subida de la leche, que había tardado más de la cuenta por eso de la cesárea, y mi bebé todavía no había llegado a la preocupante barrera del 10% de pérdida de peso. Lo entendieron y me dieron de plazo hasta la mañana siguiente. En cuanto desaparecieron me puse a comer y beber todo lo que pillé por la habitación para tener un poco de energía (a alguien se le olvidó quitar de mi menú la comida de dieta sin sal y me estaban matando de hambre): chocolate, gominolas, jamón y lomo con pan, un trozo de la tarta de cumple de mi sobrino,…

Y funcionó. Bebé subió 90 gramos en 15 horas. Estábamos listos para la vuelta al hogar.

En este caso, a pesar de que finalmente respetaron mi voluntad, me molestó bastante el tono impositivo de las enfermeras. Si yo no llego a ser como soy le hubieran dado el biberón. ¿Hubiera tenido consecuencias? Posiblemente no, o no muy graves. Pero solo posiblemente.

Muchas veces, en los hospitales de maternidad, se obsesionan con algún tema y, sin informarte siquiera, toman decisiones apresuradas o medidas desmesuradas. Al hijo de un compañero de trabajo le dieron un biberón sin previo aviso. A una buena amiga, sin embargo, obsesionados con la pronta subida de la leche, le colocaron el sacaleches para estimular dicha subida. Pero, ¡porelamordetres! Si eso es algo completamente natural que acaba sucediendo sí o sí (salvo raras, rarísimas excepciones), somos mamíferos perfectamente programados para alimentar a nuestros hijos, ¿para qué torturar los pechos ya torturados de una recién parida?

Informarte, tener las cosas claras y ser firme en tus decisiones. Eso es lo que debería hacer toda mujer que no quiera ser ninguneada por la política protocolaria del hospital que elija/le toque en gracia.

Tal día como hoy, hace un año, llegamos a casa y comenzó a nevar a lo grande. Copos gigantes que caían suavemente llenando de magia el momento. Inolvidable.