domingo, 23 de junio de 2013

La REVELACION

Ya os comenté lo poquito que nos atraían a 7ven y a mí los recién nacidos. Igual a mí un poco más, siempre me han inspirado mucha ternura. Me gustaba la idea de acunarlos, achucharlos un poquito,… ¿Y luego, qué? Pues un rollo, pensaba yo. Porque, ¿qué hacen los recién nacidos? Nada. Comer, dormir y llorar.

Niñeros, de siempre. Los dos. Cada uno a su manera. Pero eso de un bebé tan pequeño… Hasta que nació nuestra princesa.

Los dos fuimos víctimas de un flechazo. Os cuento cómo lo viví yo, que imagino que se parece mucho a lo que sintió 7ven. Fue algo instantáneo, salvaje. Sentí crecer en mí un amor fiero, abrasador, un instinto de protección como nunca había imaginado… Y, de repente, sentí cómo el suelo se abría a mis pies. Tuve la revelación: por más que me quiera mi hija, nunca su amor se acercará al que siento yo por ella.

Como madre fue un descubrimiento doloroso. Como hija, reverencial.

Igual, algún día, en un futuro muy lejano, mi hija decide ser madre, lo es y sufre su propia revelación. Ese día por fin sabrá cuánto la quiero.

Mientra tanto, ¡qué diablos! ¡A disfrutar de este amor loco todo lo que pueda!


viernes, 14 de junio de 2013

Historia de un alumbramiento IV: un accidentado final feliz

*Es una entrada larguísima, vosotros lo habéis querido.

-¡Nada! Quince minutitos se tarda… Y la madre, una hora en reanimación y a la habitación.

Así nos lo vendieron. A la  media hora de estar esperando en un claustrofóbico cuarto sin ventanas 7ven mandó un mensaje a mi madre y a Carrín, que se habían quedado en la habitación: “no desesperéis, esto va para largo, ni han empezado”.

Después de eso apareció el anestesista, un tipo extrañísimo que nos dio muy mala espina. Hablaba como se movía, a cámara lenta. El chiste, claro, no faltó, ¡estaba destinado a su profesión! No me gustó, no nos gustó. Ni un pelo (como su cabeza).

A la hora, ¡por fin! Me metieron en el quirófano. Imagino que todos los que habéis pasado por un quirófano recordáis lo desagradable que es estar en pelotas delante de tanta gente. Pues ahora imaginad: yo sentada al borde de la camilla con la puñetera bata de hospital resbalándose todo el rato mientras un celador me sujetaba de los hombros inmovilizándome para que me pusieran el catéter para la epidural. Él, pudoroso, se empeñaba en subirme la bata, pero resbalaba una y otra vez… Al final me dio la risa, claro. Esperpéntico. Y, a todo esto, el anestesista de los huevos protestando porque no tuviera puesto el catéter.

Luego me tumbaron en la camilla-crucifixión, tan fina que si me despisto me pego un morrazo. Vías por aquí, monitores por allá, una pantalla de papel que parecía un mantel desechable de restaurante de carretera,… Y de repente noto algo extraño.
-Se me están durmiendo los brazos.
-No puede ser –responde el anestesista.
¡Pero qué puta manía tienen los médicos con el dichoso “no puede ser”! No es la primera vez que lo sufro, pero sí la más grave.
-Oiga, que sí puede ser y es…
Y él, ni caso.

A los pocos minutos me empezó a resultar dificultoso respirar y se lo comuniqué con calma.
-Eso es que estás nerviosa, tranquilízate.
Imaginaos lo tranquila que se queda una cuando el médico de turno no le hace ni puto caso. Respirar era cada vez más chungo y me empecé a sentir muy atontada, hasta el punto que se me pasó por la cabeza una reflexión estúpida: joder, con lo que me ha costado esta nena y me voy a morir sin conocerla.

En esas elucubraciones estaba cuando el anestesista me sacudió.
-…Eh? -Estaba muy atontada.
- Que qué te estoy haciendo – debía llevar un rato preguntándome.
- No lo sé…- Levanté la cabeza y vi con espanto que me estaba frotando con fuerza el pecho, justo bajo la clavícula, ¡y yo no notaba nada! Si ya le decía yo, que se me estaban durmiendo los brazos, que no podía respirar,…

Por fin me hizo caso: oxígeno, cambio de inclinación de la camilla,… Luego, el muy hdp le dijo a 7ven (-que no se lo creyó, me conoce bien-) que me había puesto un poquito nerviosa, ¡jajajaja! El que se puso nervioso es él.

Aun así siguió haciendo comentarios de los suyos:
-No puedo tragar
-Si puedes respirar puedes tragar. -¡Ole sus huevos!

Pero, olvidemos por el momento al cafre este… Yo oía en la lejanía de mi atontamiento a los médicos. Uno dijo algo así como “vaya niño” y pensé: “¡anda, es un niño! Y todo este tiempo pensando que era una niña…” Pero, al momento, tras oír unos lloros muy enérgicos, levantaron a mi bebé por encima del mantel de papel para que la viera y me dijeron: aquí tienes a tu hija.
No puedo describir lo que sentí en ese momento. Era una cosa feíta, con la cara amoratada y llena de restos pegajosos, un montón de pelo sucio pegado a la piel y gesto de rana, que me enamoró. Pensé: “no pasa nada si es feuchina, para mí siempre será mi princesa”.

Enseguida me la quitaron de la vista y yo no hacía más que preguntar por ella: quería verla, quería tocarla,… Al cabo de lo que me pareció una eternidad me la trajeron de nuevo envuelta como un tamalito para que la viese antes de que la llevaran con su padre, mientras a mí me cosían.

Sabiendo que estaba bien, que estaba con 7ven, toda la tensión acumulada aquellos días se evaporó y me entró un sopor tremendo.

Del quirófano me llevaron a reanimación, pero antes pude ver a 7ven y a mi niña. Estaban esperándome a la salida del quirófano. Yo quería tocar a mi hija, cogerla, besarla,… pero el efecto de la anestesia se iba pasando y me temblaba el cuerpo incontroladamente. Una enfermera me la acercó y la emoción me colapsó: ¡Es tan bonita! Era preciosa, perfecta,… ¿Cómo había podido pensar que era fea? ¡Si era la cosa más linda que había visto en mi vida! Entre lágrimas me aparté de un manotazo la mascarilla y le di un besito en la nariz. En una hora estaría otra vez con ella… ¡Ilusa de mí!

Los astros se conjuraron contra mí y hasta pasadas tres horas no me llevaron de nuevo a mi habitación, donde esperaba toda mi familia disfrutando de mi pequeñaja. Una operación de apendicitis de urgencia y una enfermera que no se enteró de que mi alta estaba firmada. Y todo ello aderezado con una nueva discusión con el anestesista:

-Tengo frío.
-No, estás temblando.
-Ya sé que estoy temblando, pero también tengo frío.
-No, estás temblando –¡Mheeee, conversación entrando en bucle!

Menos mal que el celador se apiadó de mí y me enchufó un aparato de aire caliente por debajo de la sábana.

La máquina que me tomaba la tensión cada tres minutos porque daba error no me dejaba descansar bien pero me medio adormilé mientras el efecto de la anestesia daba paso al tremendo dolor. Aunque había perdido la noción del tiempo llegó un momento en que comencé a impacientarme. Quería estar con los míos, quería sostener a mi niña, lo necesitaba,… Empecé a calentarle los cascos a la enfermera para que hiciera lo necesario. Cuando por fin solventaron sus problemas de comunicación el anestesista (de nuevo) y la enfermera, ella se me acercó y me dijo:
-¿Cómo te encuentras, te duele?
-Sí.
-Te voy a dar un calmante, cuando empiece a hacer efecto te llevan a la habitación.
A los treinta segundos la llamé:
-Ya no me duele.
-Eso lo dices para que te saquemos de aquí.
-No, de verdad que ya estoy mucho mejor. -Mentira cochina, pero me daba igual.
Ella sonrió indulgente y llamó a los celadores.

¡Vaya cracks! Entre dos me llevaron y no pudieron evitar golpear la cama contra toda puerta, esquina y recodo del camino. Cada golpe venía acompañado de una sacudida de dolor que, en mi delirio de cansancio y ansiedad, me cuidé muy mucho de disimular, no fuera  a ser que me devolvieran a reanimación. Por fin llegábamos a la habitación… Vi a mi madre, al resto de mi familia, todos querían hablarme, preguntarme, abrazarme,… Yo solo quería que me dieran a mi niña…

No soy capaz de recordar con claridad ese momento, solo recuerdo la sensación de paz, de trabajo terminado, de alivio,… y de AMOR. ¡Es tan bonita…! repetía una y otra vez… Y lo sigo repitiendo.


lunes, 10 de junio de 2013

Historia de un alumbramiento III: risas y llanto

Después de un “sabroso” desayuno apareció la matrona, algo más calmada (-imagino que trabajar de noche produce ese efecto, a la mañana siguiente tienes tanto sueño que pierdes fuelle-) para ponerme una nueva vía y despedirse, ¡¡bravo!!

Cuando llegó la nueva matrona la habitación se llenó de luz. María, inolvidable. ¡Con qué claridad lo explicaba todo! ¡Qué mimo ponía en las exploraciones! Simpática, cercana, cariñosa,… Estábamos encantados.

Me enchufaron la oxitocina y poco a poco empecé a notar las contracciones. Al principio no eran dolorosas, y cuando empezó a doler era algo soportable. Yo paseaba, me sentaba, me tumbaba, ¡hasta bailaba! Había llevado mi propia música, un variado de lo más ecléctico, lo que había escuchado durante el embarazo.

María volvió al rato y, a ritmo de November Rain, me rompió la bolsa. En ese instante supe que no me había equivocado insistiendo en que me ingresaran. Mi hija ya tenía el intestino maduro y, como apuntillo mi madre, se había cagado en su madre. Eso, a medio plazo, hubiera supuesto sufrimiento fetal. Respiré tranquila, había tomado la decisión correcta.

A partir de ese momento empezó el show. Cada vez que me reía, y, creedme, me estaba riendo mucho, un chorro de líquido amniótico se escurría entre mis piernas sin que pudiera hacer nada, ¡aggggg! Y claro, más risas. Y mi madre persiguiéndome, cámara en mano, haciéndome toda clase de fotos comprometidas, ¡hasta haciendo pis! Sí, con dos vías, la monitorización y las bombas de medicación, la verdad es que era digno de ver.

Poco a poco las contracciones fueron aumentando en intensidad y el dolor ya no era tan soportable, pero, aun así, no quería saber nada de la epidural. Sin anestesia podía estar de pie y pasear, algo que podía ayudar a acelerar el parto.

Alrededor de las ocho de la tarde me exploraron de nuevo. Solo había dilatado un centímetro y la oxitocina estaba a tope, así que vino la ginecóloga a verme para decirme lo que tanto temía yo: lo más recomendable era hacer una cesárea.


¡Cómo lloré! Estaba agotada y dolorida, con un desarreglo hormonal tremendo, y todo lo que había planeado para mi parto de desmoronaba ante mí… Pero no quedaba otra, era lo mejor. Así que, sobre las nueve y media de la noche, me llevaron , junto con Stephen, a la zona de quirófanos.

lunes, 3 de junio de 2013

Historia de un alumbramiento II: el primer día en el hospital.

El jueves por la mañana recibimos la visita de la primera de las tres matronas que me atendieron, no recuerdo su nombre. Nos explicó el plan: ese día me pondrían un medicamento hormonal en el cuello del útero para ver si así se desencadenaba el parto. Si no bastaba con eso, al día siguiente me pondrían el goteo de oxitocina para provocar las contracciones y ver si así se desencadenaba el parto.

Me esperaba un día muy largo, vestida con la humillante bata abierta por detrás y  conectada, por un lado, a la vía que me suministraba la medicina para controlar la hipertensión y,  por otro, al cinturón de monitorización para vigilar las contracciones uterinas y el latido del corazón del bebé. ¡Y para colmo malcomiendo! Porque, si la comida de hospital no es para tirar cohetes, imaginaos lo que es la de dieta sin sal.

Ahí estaba yo, saboreando las fantásticas galletas de arena del desayuno, cuando apareció mi hermana, Carrín, cargada de globos y ricas viandas: jamón ibérico, lomo, chorizo, pan, chocolate,… Para el después… ¡Pero si quedaba una infinidad para el después! Por lo menos disfruté jugueteando con los globos…

Las horas pasaban y aquello no parecía funcionar. Llegó la hora de la comida incomible con el postre más horroroso que he probado en mi vida, la merienda de panecillos sin sal, la insulsa cena,… Reconozco que le di algún tiento al chocolate, una de mis mayores debilidades durante el embarazo, ¡me moría de hambre y ganas! Dormitamos, reímos, charlamos,…

Por la noche me atendió una nueva matrona, una que no me gustó nada. Estaba aceleradísima y me hablaba de malas maneras. Me hizo mucho daño con la exploración y le tuve que llamar la atención cuando quiso echar a mi madre. ¡Pero, por favor, que mi madre me ha visto en los peores momentos de mi vida, no me daba ningún pudor que viera cómo la bruta esa metía su manaza en mi mismísimo! Me informó, como si fuera culpa mía, de que el tratamiento hormonal había fracasado, así que, por la mañana me pondrían el goteo.


Así acababa el primer día de ingreso, con un deje de desesperanza, algo de nervios, fabricando paciencia para nosotros y para todos los esperaban las buena nuevas teléfono en mano…